domingo, 13 de octubre de 2013

México lindo, novela por entregas. Capítulo primero

De su viaje a México el librero tarambana ha vuelto repleto de vagos, perezosos recuerdos, duraderas nostalgias y arrepentimientos fugaces.

En Cercedilla, al frente de Fuenfría se han quedado la librera y el librero esfinge.

Eduardo, el librero esfinge


El tarambana se despide de la librera


El tarambana ha ido a Xalapa a un "viaje de escritores", al Festival de Hay, y luego a Ciudad de México a promocionar una novela en la que lo único que se lee con interés es lo que no está escrito.

"Viaje de escritores" suena a aullido: he visto a los mejores cerebros de mi generación derribados en salas de espera, desplomados por el tequila, descalzos bajo vigilancia policial; los he visto beber naranjadas radiactivas, acurrucarse con un antifaz puesto, corretear hacia puertas de embarque con el cinturón sujeto entre los dientes y los pantalones colgando. He visto adustos narradores del páramo leonés hechizados, bailando cumbias y merengues con frutales escritoras de verso libre y caderas irrefutables. He visto taxis repletos de galardonados atravesando al amanecer calles desiertas, en busca de la penúltima copa, el penúltimo poeta de provincias de mirada turbia, la penúltima lectora compasiva. He oído los gritos de auxilio de dos jóvenes escritoras atrapadas de noche en un parque cerrado con cadenas y candados. He visto a los mejores talentos narrativos de mi generación como en un campamento de verano, con sus peleas de almohadas, sus pijama-parties, sus traviesos recorridos de puntillas a lo largo del pasillo del hotel, hacia la puerta entreabierta de la habitación de un trémulo vanguardista o de una pizpireta cultivadora del micro-relato; he visto sus tejemanejes, sus escaramuzas, sus refriegas y sus reconciliaciones... Oh, the things we,ve seen!

A todo eso suena, inevitablemente.

Antes los castigos a las travesuras de escritores viajeros estaban en manos de Dios Nuestro Señor, que no necesita ni palo ni piedra. Ahora en cambio la penitencia queda al antojo de las compañías aéreas, que carecen de misericordia. Registros, restricciones, esperas, colas, cacheos y otras medidas de una perfidia púnica. Al poner el pie en un aeropuerto, ¡abandona toda esperanza, pasajero, tú que viajas!

¿Habrá región más inhóspita que un lugar que tiene capilla, pero no sala de fumadores? ¿Qué corazón de piedra pómez pondría todos los medios a su alcance para satisfacer de inmediato el capricho de quien quiera comulgar, pero no el de quien quiera echarse un cigarrillo?

Tras una espera interminable, llegó el librero al mostrador de facturación, donde le dieron paradójicas razones o quizá fueran cuánticas:

--Aquí tienes la tarjeta de embarque para el vuelo a México, pero el vuelo de México a Veracruz ya lo has perdido, te voy a dar un vale para un hotel del aeropuerto y sales mañana en el de las seis de la mañana.

--¿Cómo voy a haber perdido ya un vuelo que sale dentro de quince horas?

--Hazme caso, ya lo has perdido --aseguró, como si le dijera que ya había perdido su alma, con la frialdad de quien se limita a constatar un hecho.

El librero vio detrás, en la cola, todavía a mucha distancia del mostrador, a dos escritores jóvenes. Les advirtió: hemos perdido el siguiente vuelo, el que saldrá está noche de México a Veracruz, salimos mañana a las seis.

--Dime que no es cierto --le suplicó Andrés Neuman.

--Vale, pues no es cierto todavía, pero lo será.

--Dime que todo esto no está sucediendo --insistió Neuman.

--Vale, pero sucederá en unas horas...

--Dime que todo esto sólo es una realidad alternativa --requirió el narrador porteño.

--Vale, Neuman, pero me voy a fumar ahí fuera, ahora nos vemos.

--Nosotros no nos quedaremos en tierra --afirmó Neuman, poniendo la mano en el hombro de Daniel Gascón--. No nos rendiremos. Correremos veloces y abordaremos ese avión a Veracruz,¡ por Tutatis!; nosotros lo lograremos, Reig, ya lo verás... somos jóvenes y rápidos, nada nos detendrá, somos valientes y decididos...

Allí los dejó el librero, haciendo votos y juramentos de que tomarían ese avión o dejarían la vida en el empeño.

Se echó un cigarrito, imaginando a Neuman y su cantimplora de poción mágica que le da fuerzas sobrehumanas para abordar aviones y resistir ahora y siempre al invasor.

El irreductible Neuman


Cuando apagó el cigarrillo ya volvían entusiastas, con la tarjeta de embarque del segundo vuelo en la mano, y Neuman dándole ánimos a Gascón, más bien escéptico y de buen conformar. Neuman, con un abrigo de espiguilla corto y volandero, a veces recordaba a Charles Chaplin, aunque en seguida recuperaba su aspecto de irreductible Astérix. Gascón, como su propio nombre indica, parecía uno de los tres mosqueteros de la reina. Al librero le recordaba al buen amigo Portos.


Daniel Gascón, el escéptico alegre


Luego el librero jugó al ajedrez con Neuman, que tenía la partida ganada, pero no se decidía a sacrificar un peón. El librero pensaba que, si insistía en conservar los tres peones, frente a su alfil bien colocado, las tablas eran inevitables. En cuanto sacrificara uno (o quizá cualquiera de ellos, aunque el más prescindible era el de la columna h), el librero estaba perdido en dos o tres jugadas.

Ah, los peligros del idealismo...

Neuman siguió, empecinado, intentando hacer una tortilla sin romper los huevos, hasta que llamaron a embarcar.

--Tú ganas, Neuman --aceptó el librero--. Basta con entregar un peón para ganar, así que uno-cero, has ganado tú.

El librero se sentó casi al lado de Gascón, con una señora por medio. Así transcurrieron doce interminables horas de vuelo. Gascón corregía una traducción, infatigable, porque cada vez que el librero despertaba veía su rotulador rojo añadiendo enmiendas.

Cuando aterrizó el avión, Neuman tenía ya un pie fuera y la maleta en la mano, dispuesto a correr, con la ayuda del fiel Portos, para saltar en marcha al avión que iba a Veracruz.

El librero se quedó en la cola de Inmigración con los escritores de avanzada edad: Rafael Chirbes y Vicente Molina Foix.

Los tres nos pusimos nuestras gafas de leer para rellenar formularios enigmáticos y algo indiscretos.

--¿"Vía de internación"? Reig, ¿tú crees que un caballero está obligado a confesar su vía de internación? --se asombraba Chirbes--. A mí no me parece decente.

--Pon que aérea --le sugería Molina Fuá.

--¿Internación por el aire? Bueno, eso no compromete a nada, supongo.

A Chirbes le interceptaron en seguida y el librero y Molina Fuá tuvieron que esperar a que la policía le dejara en libertad, de modo que casi la una de la madrugada serían cuando los tres ciudadanos de avanzada edad alcanzaron el hotel del aeropuerto.

--¿Estamos en México? --preguntó Chirbes.

--Sin duda.

--No puede ser, no hemos tomado tequila.

Así que, como primera providencia, el librero y Chirbes se hicieron fuertes en la barra del bar y se pusieron a beber tequila para confirmar que estaban en suelo mexicano.

--Mira el gordito, Reig, eso es amor, para que sepas en qué consiste, que tú no tendrás ni idea. Cómo mira a la cantante. La sigue desde hace tiempo por todos los antros donde ella canta, bares de aeropuerto como éste, gasolineras, clubs de baja estofa... tú no conoces la palabra estofa, Reig, admítelo; o sí la conoces, no te atreves a emplearla... él siempre va muy arreglado, para lo que él acostumbra, date cuenta. Mira qué ojos de ternero degollado, mira y aprende.

El librero no puede dejar de escuchar a Chirbes y así ver el mundo pasado a limpio por la imaginación del gran escritor.

Molina Fua, el polígrafo y cineasta ilicitano, mientras tanto, hacia gestiones desesperadas.

--No es posible para mí levantarme a las cuatro de la mañana --decía--. Sería un mal comienzo para el Festival. Voy a llamar a la organización...

Vicente Molina Fuá, tras haber dormido


En esto, a lo lejos, vieron unas caras conocidas.

--¡Son los muchachos!

El irreductible Astérix y el buen Portos habían perdido el avión, sin que ella mitigara en lo más mínimo su entusiasmo. Al fin y al cabo, tal y como explicó Neuman, se trataba de un cúmulo de fortuitas circunstancias, imprevistos, casualidades, conspiraciones catastróficas y averías técnicas. Sólo eso les había hecho perder el avión, así que, en cierto modo, no es que ellos lo hubieran perdido, sino que el avión les había perdido a ellos, que era algo muy distinto. Así que, en ese caso, que se fastidiara el avión.

El librero durmió un par de horas y oyó golpear en la puerta.

Era Chirbes.

--Ven, Reig, en mi habitación ha habido un tiroteo.

--¿Un tiroteo? ¿Ahora?

--Reciente, muy reciente, vamos a examinarlo.

El librero le acompañó y el gran narrador le enseñó unas muescas en el azulejo del baño.

--¿Lo ves? Disparos. Calibre 22, da la impresión. Fíjate en estas manchas: ¡sangre! Humana, bastante reciente, a juzgar por el color. Si calculas la trayectoria de la bala, comprenderás que alguien que estaba de pie disparó contra otra persona que se hallaba sentada en el váter. Triste asunto, ¿verdad? Quizá pudo evitar la muerte, de un salto, pero entonces se estrellaría de cara contra el bidet, otro triste asunto, muy triste, rostro desfigurado, quizá la mandíbula partida...

--Chirbes, es hora de ir al aeropuerto.

--Venga, te invito a unos huevos rancheros con tequila, el desayuno de los campeones.

--¿Y Molina Fuá?

--Necesita descanso.

Chirbes, el gran fabulador

Tras otro vuelo y una hora en coche, los desamparados escritores llegaron al hotel de Xalapa a las nueve y media de la mañana. Al librero le dieron la habitación 1044. Cuando intentó abrir la puerta, como es habitual, aquella tarjeta no funcionaba. Probó varias veces, hasta que la puerta se abrió desde dentro.

--¿Perdón?

--Perdón...

--¿Qué quería usted?

--Esta es mi habitación, la 1044.

--¿Seguro? También es la mía, la 1044. De hecho, yo ya estoy dentro.

En eso el librero tuvo que admitir que ella tenía razón.

--¿Nos habrán dado la misma habitación a los dos? --preguntó el librero.

--¿Usted cree que la organización del Festival pretende que durmamos juntos? Me sorprendería.

Tenía el pelo mojado, estaba descalza y el librero no sabría decir si su mirada era soñadora o quizá melancólica.

--Pues en ese caso deberíamos presentarnos.

--Soy una escritora argentina --y dijo un nombre.

--Encantado, soy un librero de Cercedilla.

La cortina estaba echada, pero la ventana abierta. Entraba una brisa alegre, así que cerramos la puerta.

(Continuará)






4 comentarios:

  1. Por favor, explica rápido como terminó la historia con la escritora argentina... ¿sabe algo Violeta?

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  2. Soy el mismo de antes, Reig, ¿te das cuenta que tu librería tiene la hora de Hawai?

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  3. Soy el mismo (otra vez) para disculparme. La hora en Hawaii no es esa, en realidad es la hora en Los Ágeles. En Honolulu son las doce y pico (de mediodía)

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  4. Soy yo de nuevo, Reig. Soy la escritora argentina que mencionas y juro por Isabelita Perón que si cuentas algo de lo que de verdad pasó al cerrar la puerta, te denuncio al gremio de libreros.

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